viernes, 12 de julio de 2019

Pueblo castellano


Los dos tenían ya más de 80 años, no querían volver la vista atrás en el vacío del tiempo, por si sentían vértigo, podrían ser de cualquier pueblo, incluso de alguno imaginario, personas de cualquier época, casi extemporáneos, aunque también inquilinos de una historia más reciente. Eran castellanos antiguos, él no entendía lo de Castilla y León - Castilla La Mancha, anteriormente, Castilla la Vieja y Castilla la Nueva, para él Castilla venía de castillo y que, aunque no comulgaba con los señoritos ricos, sí le gustaban esas edificaciones altivas, protectoras y elegantes de las que nació y creció muy cerca y, sobre todo que, aunque él había vivido de su trabajo, esas edificaciones eran de todos...ella decía: "que había trabajado como su marido" y, además, "¡que ella había parido!"
Eran de un pueblo pequeño de labranza, pueblo de bueyes, asnos, ovejas, gallinas, gorrinos y de vuelo de golondrinas, donde el día amanecía lo mismo con un arado que con una guadaña pues, además de dorar, también tenía que trabajar, incluso a deshoras. La tierra, también ya medio caduca, aún alumbraba trigo, centeno, avena, cebada, garbanzos, peras, ciruelas, sandías y lo que hiciera falta. Cada temporada no faltaban a la lista ni el trillo, ni la fanega, ni el pajar, aventadora, carreta, la era, ni la azada, la criba o el torrezno que se tomaba a la sombra de un chaparro, mientras la campana de la iglesia sonaba, informando que era mediodía, que el puchero con tocino y garbanzos cocía, que en la escuela los niños y niñas, con la maestra, aprendían álgebra, lengua, trigonometría pero, sobre todo, que había que vivir el día a día. Después de la siembra, esperar, escardar y volver a esperar hasta expurgar los garbanzos, segar, hacer con la hierba fardos, visitar el melonar o herrar los bueyes para andar por la tierra o quizá, cual Pegasos, hacerlos volar hacia otras aspiraciones y empeños.
Los domingos a misa sin faltar, solo tenía dispensa quien sacaba el ganado de todos a pastar, el resto, hombres, mujeres, niños y niñas, a la iglesia que, con sus gruesas paredes en piedra, acogía generación tras generación, a unos feligreses cuya creencia, además de con mucha fe, también incluía rezar por la lluvia a tiempo, unas limosnas al cepillo parroquial y otras tantas plegarias de agradecimiento, por haber garantizado cosecha y alimento, pero cuando llovía a raudales y a destiempo, el que más aparecía el diablo para maldecirle y destinarlo para siempre al averno.
Los domingos, también había partida de cartas, las mujeres a la brisca, subastao o julepe , los hombres, al tute o al mús., estaba en juego el café o la copa, la taberna se convertía en un casino mientras el tabernero iba repartiendo, a las unas, pastas, a los otros, alcohol, de más o menos graduación, algo de cafeína y palillos para mantenerlos en la boca, pasándolos de lado a lado, como analgésicos, para unos nervios producidos, puede que por el azar de unas cartas que, aunque no eran de "amor" sí servían como preludio de un futuro alentador.
Así, pasaba el tiempo, los años, hasta más de ochenta, hasta el siguiente aniversario, nunca faltaba una sonrisa, al conocido, al extraño, a la propia vida que, en ocasiones, viaja de contrabando y siempre, a veces más, a veces menos, ilusionando.

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