Los dos tenían ya más de 80 años, no querían volver la vista atrás en el
vacío del tiempo, por si sentían vértigo, podrían ser de cualquier pueblo,
incluso de alguno imaginario, personas de cualquier época, casi extemporáneos,
aunque también inquilinos de una historia más reciente. Eran castellanos
antiguos, él no entendía lo de Castilla y León - Castilla La Mancha,
anteriormente, Castilla la Vieja y Castilla la Nueva, para él Castilla venía de
castillo y que, aunque no comulgaba con los señoritos ricos, sí le gustaban
esas edificaciones altivas, protectoras y elegantes de las que nació y creció
muy cerca y, sobre todo que, aunque él había vivido de su trabajo, esas
edificaciones eran de todos...ella decía: "que había trabajado como su
marido" y, además, "¡que ella había parido!"
Eran de un pueblo pequeño de labranza, pueblo de bueyes, asnos, ovejas,
gallinas, gorrinos y de vuelo de golondrinas, donde el día amanecía lo mismo
con un arado que con una guadaña pues, además de dorar, también tenía que
trabajar, incluso a deshoras. La tierra, también ya medio caduca, aún alumbraba
trigo, centeno, avena, cebada, garbanzos, peras, ciruelas, sandías y lo que
hiciera falta. Cada temporada no faltaban a la lista ni el trillo, ni la
fanega, ni el pajar, aventadora, carreta, la era, ni la azada, la criba o el
torrezno que se tomaba a la sombra de un chaparro, mientras la campana de la
iglesia sonaba, informando que era mediodía, que el puchero con tocino y
garbanzos cocía, que en la escuela los niños y niñas, con la maestra, aprendían
álgebra, lengua, trigonometría pero, sobre todo, que había que vivir el día a
día. Después de la siembra, esperar, escardar y volver a esperar hasta expurgar
los garbanzos, segar, hacer con la hierba fardos, visitar el melonar o herrar
los bueyes para andar por la tierra o quizá, cual Pegasos, hacerlos volar hacia
otras aspiraciones y empeños.
Los domingos a misa sin faltar, solo tenía dispensa quien sacaba el ganado
de todos a pastar, el resto, hombres, mujeres, niños y niñas, a la iglesia que,
con sus gruesas paredes en piedra, acogía generación tras generación, a unos
feligreses cuya creencia, además de con mucha fe, también incluía rezar por la
lluvia a tiempo, unas limosnas al cepillo parroquial y otras tantas plegarias
de agradecimiento, por haber garantizado cosecha y alimento, pero cuando llovía
a raudales y a destiempo, el que más aparecía el diablo para maldecirle y
destinarlo para siempre al averno.
Los domingos, también había partida de cartas, las mujeres a la brisca, subastao
o julepe , los hombres, al tute o al mús., estaba en juego el café o la copa,
la taberna se convertía en un casino mientras el tabernero iba repartiendo, a
las unas, pastas, a los otros, alcohol, de más o menos graduación, algo de
cafeína y palillos para mantenerlos en la boca, pasándolos de lado a lado, como
analgésicos, para unos nervios producidos, puede que por el azar de unas cartas
que, aunque no eran de "amor" sí servían como preludio de un futuro
alentador.
Así, pasaba el tiempo, los años, hasta más de ochenta, hasta el siguiente
aniversario, nunca faltaba una sonrisa, al conocido, al extraño, a la propia
vida que, en ocasiones, viaja de contrabando y siempre, a veces más, a veces
menos, ilusionando.
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