La tarde era algo
inclemente, viento y lluvia, la parada del autobús estaba desértica, era un día
laborable y en horas de trabajo, ella no tenía más obligaciones que las que se
quería crear, en esta ocasión, firmar un acuerdo, lo tenía pendiente desde
tiempo atrás, dar conformidad a un proyecto con el que discrepaba pero que
quería solucionar ya de una vez. Era una mujer de mediana estatura, menudita,
morena, facciones suaves, manos finas, la piel muy blanca. Como persona era muy
bien aceptada.
En su pasado no le gustaba
hurgar, más de lo imprescindible, tal vez por eso aletargaba sus actuaciones,
barnizaba las imágenes con el brillo del afecto, del sentir que, según el
pensamiento de Jorge Manrique, "cualquiera tiempo pasado fue mejor"
aún así estaba conforme con su presente, el futuro, por sí mismo, estaba por
ver.
La lluvia de ese momento
parecía evocarle alguna escena infantil, como cuando chapoteaba en los charcos,
riendo, disfrutando la alegría de la travesura, sabía que recibiría una
reprimenda pero no le importaba esa pequeña transgresión. El sol, tapado por algunas
nubes, intentaba hacer acto de presencia tímidamente, ella se recreaba pensando
que quería saludarla, acompañarla, siempre le gustó el animismo, dar vida a las
cosas, era algo que practicaba con frecuencia.
Pasaba el tiempo, algún
coche, buscando su destino, rompía el silencio con el chisporroteo del agua que
vaciaban las ruedas al acercarse y alejarse, pero no había ninguna persona,
alguien a quien saludar, el reloj de la marquesina, con sus puntos de luces en
procesión, iba ahormando las horas, en su destello, según avanzaba el día. En
algún momento las gotas de agua, en su caída, giraban alrededor de las
bombillas de las farolas, como si fuesen polillas desbocadas que chocaban
contra el cristal.
No quería vender la casa de
su pueblo, que estaba al piedemonte de un conocido Pico de montaña, era una de
las propietarias. Este había sido un lugar muy querido para ella, se marchó
hacía tiempo, pero deseaba volver a retomar las excursiones que hacía, sobre
todo subiendo al Pico que conocía mejor que nadie. Volvía a sentir la necesidad
de vivir en altura, de sentirse parte de las nubes, de ver pequeño, como de
juguete o en maqueta, lo que abajo era serio y grande. Sensaciones y
experiencias como si, figuradamente, las tuviese tatuadas en su blanca piel o
como esculpidas en sus recuerdos de juventud.
Concluyó, consigo misma, que
no quería volver a dejar pasar a la historia personal más días sin el ambiente
natural y callado en el que, para ir a la escuela, había ido correteando por la
margen de un río, cuando no, montada en un carro tirado por bueyes de algún
vecino. Su vista echaba de menos el paisaje, sus oídos la armonía y su paladar
los sabores frescos y naturales.
Cuando a distancia y después
de una larga espera, se vislumbraba el autobús emergiendo lentamente en un
rasante de la calle, después de muchas idas y venidas en su ideas, al percibir
su "ser o no ser" hamletiano, se levantó del banco, salió del techado
al descubierto y decidió no ir a la cita, volverse a su casa, pensando...la
suerte está echada, otra vez será.
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