sábado, 13 de julio de 2019

Tal vez otro día


La tarde era algo inclemente, viento y lluvia, la parada del autobús estaba desértica, era un día laborable y en horas de trabajo, ella no tenía más obligaciones que las que se quería crear, en esta ocasión, firmar un acuerdo, lo tenía pendiente desde tiempo atrás, dar conformidad a un proyecto con el que discrepaba pero que quería solucionar ya de una vez. Era una mujer de mediana estatura, menudita, morena, facciones suaves, manos finas, la piel muy blanca. Como persona era muy bien aceptada.
En su pasado no le gustaba hurgar, más de lo imprescindible, tal vez por eso aletargaba sus actuaciones, barnizaba las imágenes con el brillo del afecto, del sentir que, según el pensamiento de Jorge Manrique, "cualquiera tiempo pasado fue mejor" aún así estaba conforme con su presente, el futuro, por sí mismo, estaba por ver.
La lluvia de ese momento parecía evocarle alguna escena infantil, como cuando chapoteaba en los charcos, riendo, disfrutando la alegría de la travesura, sabía que recibiría una reprimenda pero no le importaba esa pequeña transgresión. El sol, tapado por algunas nubes, intentaba hacer acto de presencia tímidamente, ella se recreaba pensando que quería saludarla, acompañarla, siempre le gustó el animismo, dar vida a las cosas, era algo que practicaba con frecuencia.
Pasaba el tiempo, algún coche, buscando su destino, rompía el silencio con el chisporroteo del agua que vaciaban las ruedas al acercarse y alejarse, pero no había ninguna persona, alguien a quien saludar, el reloj de la marquesina, con sus puntos de luces en procesión, iba ahormando las horas, en su destello, según avanzaba el día. En algún momento las gotas de agua, en su caída, giraban alrededor de las bombillas de las farolas, como si fuesen polillas desbocadas que chocaban contra el cristal.
No quería vender la casa de su pueblo, que estaba al piedemonte de un conocido Pico de montaña, era una de las propietarias. Este había sido un lugar muy querido para ella, se marchó hacía tiempo, pero deseaba volver a retomar las excursiones que hacía, sobre todo subiendo al Pico que conocía mejor que nadie. Volvía a sentir la necesidad de vivir en altura, de sentirse parte de las nubes, de ver pequeño, como de juguete o en maqueta, lo que abajo era serio y grande. Sensaciones y experiencias como si, figuradamente, las tuviese tatuadas en su blanca piel o como esculpidas en sus recuerdos de juventud.
Concluyó, consigo misma, que no quería volver a dejar pasar a la historia personal más días sin el ambiente natural y callado en el que, para ir a la escuela, había ido correteando por la margen de un río, cuando no, montada en un carro tirado por bueyes de algún vecino. Su vista echaba de menos el paisaje, sus oídos la armonía y su paladar los sabores frescos y naturales.
Cuando a distancia y después de una larga espera, se vislumbraba el autobús emergiendo lentamente en un rasante de la calle, después de muchas idas y venidas en su ideas, al percibir su "ser o no ser" hamletiano, se levantó del banco, salió del techado al descubierto y decidió no ir a la cita, volverse a su casa, pensando...la suerte está echada, otra vez será.

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