En una casa aislada, con su establo
y redil cercanos, a la ladera de una esbelta y elegante montaña, transcurría la
vida de un pastor nacido y criado allí mismo, habiendo tenido pocos contactos
con la ciudad. Formado en el trabajo, adiestrado en adiestrar, sensibilizado a
otras formas de vida, llegó a ser director de
tropas ovinas y bovinas, teniendo como cuidadores y subalternos a unos
dóciles perros pastores.
De pequeño le gustaba jugar con
todos los animales con los que convivía en su finca, además de estar
familiarizado con la fauna allí existente, se sentía parte de un mundo
distinto, para él bonito, porque no necesitaba juguetes animados pues los tenía
naturales, pensaba que para qué pedir más, únicamente tenía un pesar y no era
otro que sus compañeros crecían más rápido que él, y en poco tiempo veía de
adolescentes a los que antes había tenido como crías o cachorros.
Los días nunca llegaban a ser
monótonos, sin atractivo, pues aunque habituado a cromáticos amaneceres como
pinturas renacentistas o con sonidos armónicos como melódicas sinfonías, si se
diluía ese ensimismamiento por unos instantes, no desaparecía la belleza ni se
perdía el equilibrio por lo simple, lo sencillo, porque aún quedaban estímulos
como las distintas intensidades de azules, el verde de una vegetación que
competía en ver si quedaba mejor al óleo o en acuarela, la fragancia única del
aire o el maternal calor del sol, que volvían a hacer revivir la calma y
sosiego.
Algunas temporadas tenía que
abandonar su morada para desplazar a sus semovientes al interior de las
montañas amigas, pues el pastoreo que hacía no solo era de llanura, también de
altura, no le importaba romper su rutina para proporcionar los pastos más
apetecibles a sus reses, el resto se quedaba al cuidado de a quien delegaba en
cada ocasión hasta su vuelta. Preparaba su zurrón para unos días, cuando se le
acababan las reservas, dejaba a sus lugartenientes al control de los animales,
mientras hacía el camino de vuelta al poblado.
En muchas ocasiones, sobre todo en
sus idas y venidas, cuando desde lo alto veía humear la chimenea de su casa,
sentía cómo se fundían ese vapor de hogar y sus anhelos en un solo cuerpo y
ascendían juntos hacia los deseos, se planteaba la necesidad de una compañera,
de fundirse también en un abrazo, en unos besos, en unos hijos....en compartir
su "yo" con su "ella", de dejar de soñar y de hacerlo
realidad. Pero siempre se quedaba en este punto, no quería dar ese paso
adelante, oportunidades tenía, pero parecía que no se decidía a romper ese
encantamiento, era como si, a modo de Calixto y Melibea, esperase a que una
Celestina salvadora le sacara de esa indecisión y de esa soledad sempiterna.
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